Por Ulises Sanher / Equal Media
Siempre me ha gustado recorrer las ciudades a pie. Hay algo en caminar que te conecta con los lugares y también contigo mismo. Cada año, cuando llego a Bilbao para el BIME, repito ese ritual: perderme un poco, observar, dejar que la música marque el paso.
Ayer, el plan era simple: entrevistar al power dúo gallego Bala antes de su presentación en la Sala BBK, dentro del programa de showcases del festival. Salí del Hotel Abba Euskalduna con tiempo de sobra, con la intención de llegar antes del show y conversar con ellas.


Mientras caminaba, decidí poner su música en shuffle. Human Flesh, Lume, Maleza, Besta. Cada canción reforzaba lo que ya intuía: una energía genuina, una mezcla precisa de grunge, punk y stoner; crudeza con alma. Pensaba en las preguntas: su evolución, su paso por Rock al Parque, la madurez de Besta, sus influencias latinas o posibles colaboraciones con bandas del circuito stoner sudamericano.
El problema fue que, entre acordes y pensamientos, seguí caminando sin mirar mucho el mapa. Cuando levanté la vista, estaba en una zona alta, desde donde se veía la ciudad extendida y el San Mamés iluminado. Hermoso, sí… pero la dirección equivocada.
Revisé el teléfono y confirmé lo que temía: me había confundido de lugar. No era el BBK Live, era la Sala BBK, y me separaban unos cuarenta minutos caminando. Me reí solo, consciente de mi tendencia a perderme en las ciudades, pero sin prisas: aún podía llegar al show.
Puse de nuevo mis audífonos, ajusté las botas, y emprendí el regreso con determinación y buena música.
Llegué con el tiempo justo, unos minutos antes de las 9:10 p. m. Al entrar, el ambiente era denso, expectante, íntimo. Cuando Anxela Baltar y Violeta Mosquera subieron al escenario, se encendió algo.
Sin palabras introductorias, el primer golpe de batería marcó la pauta. El sonido fue una ola: feedback, distorsión y precisión. Bala no toca, Bala irrumpe. Su música no busca complacer, sino transmitir; no entretiene, sacude.
El set fue compacto, sin adornos ni pausas innecesarias. La conexión entre ambas es casi telepática: guitarra y batería en diálogo constante, las voces alternando entre gritos, melodías y declaraciones que suenan como confesiones.
Hubo instantes de silencio entre canciones, pero eran silencios que parecían respirar, necesarios antes del siguiente impacto.
Esperaba una en particular: “Agitar”, de Maleza.
Cuando comenzó, la sala se detuvo por un segundo.
“Me has descubierto durmiendo con el ceño fruncido.”
La frase flotó en el aire antes de que la batería la desgarrara. Fue uno de esos momentos donde la vulnerabilidad y la fuerza se mezclan de forma perfecta.


El show terminó sin artificios, con aplausos sinceros. Bala se despidió como llegó: directas, intensas, verdaderas.
Al salir, volví a caminar por las calles tranquilas de Bilbao. Esta vez sin prisa, con el eco del concierto aún vibrando en los oídos.
Pensé en lo curioso del recorrido: me perdí intentando llegar a una entrevista, pero encontré algo más valioso —esa sensación de poder y autenticidad que solo se experimenta cuando una banda toca desde el centro de lo que es.
Bala no solo hace ruido: crea una catarsis compartida. Su música no pide permiso; llega, golpea y se queda.
Y anoche, en la Sala BBK, lo hizo con fuerza.



